jueves. 25.04.2024
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Corea

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FOTO: MARTA SALAS

Aterrizamos en una Corea más montañosa de lo imaginable un amanecer fresco de octubre de hace diez años.

Los grandes viajes quedan de por vida en la memoria.

Empezábamos una ruta de mes y medio por Asia para presentar un nuevo producto a las fábricas de Nissan.

Lo bueno de los recuerdos, algo a analizar en el subconsciente de cada uno, viene dado por el detalle que se retiene, que no suele coincidir con grandes monumentos, sino con escenas simples de la vida cotidiana.

De Corea viene a mi memoria, cada vez que asalta ese nombre a mi cabeza, un bar largo y estrecho.

Estaba con Pablo, mi compañero de viaje. Apenas llevábamos unas horas en la ciudad tras un viaje larguísimo de cuatro escalas hasta llegar a Busán. Con el sueño en el cuerpo, nos lanzamos a visitar el templo de Beomeosa, en una montaña a las afueras de la ciudad. Templo de impresionante colorido, donde los monjes budistas hacían deporte y las mujeres —no había hombres que no fueran religiosos— rezaban al aire libre en diferentes 'capillas'. Era un día de sol perfecto.

Tras patearlo, y fotografiarlo, durante horas, bajamos en autobús hasta los primeros edificios de la ciudad.

Entramos en ese bar, donde una mujer de mediana edad, callada, sonriente, de pelo muy negro, dientes grandes y desordenados, ataviada con delantal, nos invitó a sentarnos.

Sólo estábamos nosotros. Pedimos dos cervezas y Pablo salió a fumar. Yo me quedé en la mesa, mientras veía a la mujer manejándose entre cacerolas como si estuviese sola. De vez en cuando se giraba y me sonreía. La barra, baja, quitaba fronteras entre ella y yo, tanto así que parecía que me hubiese colado en su cocina para regresar al disfrute de una infancia coreana que nunca tuve.

Sin más conversación ni petición de nuestra parte, ella nos preparó un mantel y comenzó a traernos comida. Una sopa muy cargada, una especie de empanada, algo de carne deshilachada... y una fruta muy dulce. Yo, que no soy de frutas, la disfruté como un crío que descubre un manjar nuevo.

Ya en Sevilla intenté descubrir cuál era esa fruta naranja de ese día en el paraíso. La vi en el Corte Inglés. Me acerqué a ver qué era y compré un kilo para confirmarlo. Su sabor, cada vez que la tomo, me lleva a ese bar lejano de la periferia de Busán.

Mi despiste, intrínseco en mí, me había hecho no reconocer que ese día iniciático, de templos y cocinas, ¡había descubierto el caqui!

 

Salvador Navarro - Escritor

Autor de 'Nunca sabrás quién fui

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