sábado. 20.04.2024
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LUNES CRÍTICO

EL DESTINO SOÑADO

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FOTO: MARTA SALAS
EL DESTINO SOÑADO

Sabía que si no saltaba, todo estaría perdido. Era el momento aquel miércoles y lo hizo. Su salto al vacío, permitiría la oportunidad de salvarla, de sacarla a flote desde las profundidades de aquel fango que la estaba ahogando cada día más.

Recibió su rabia, su frustración y su venganza en forma de golpes. Y así, salieron las dos a flote. Aún había que alcanzar la orilla a nado, sorteando las olas en aquel mar embravecido, donde no faltaban los tiburones al acecho. 

Hubo amor en cada golpe, en cada lágrima y en cada insulto. El camino no era de rosas, aunque no faltaban sus espinas. Comenzaron a nadar exhaustas, cada una hacia su destino soñado, heridas casi de muerte por los ataques de los tiburones. 

Marina alcanzó pronto la orilla. Llegó a una playa vacía donde los recursos para sobrevivir eran escasos. Sintió ganas de luchar, por una vez en su vida. 

A Olivia le costó más, los golpes y el agotamiento hacían de su empeño por alcanzar la orilla, casi una utopía. En su mente, un paraíso. Finalmente alcanzó el destino -no el soñado-, en otro punto bien alejado del conquistado por Marina.

Se buscaron. Tuvieron que recorrer, en solitario, lugares inhóspitos con aires irrespirables; pasaron mucho frío, también un calor infernal; hambre y soledad; miedo, un miedo aterrador.

Se convirtieron, cada una a su manera, en supervivientes, en auténticas náufragas.

Mientras seguían buscándose, pasaron penurias, que las fueron haciendo más fuertes.

Pasó un tiempo, difícil de calcular. Los días fueron intensos en dureza, penosos en el agotamiento. 

Se avistaron por fin. Dos figuras flacas y sonrientes en una carrera ciega hacia el abrazo, el perdón, el reconocimiento mutuo y el amor, ese amor que sería incondicional a partir de aquel momento. Comprendieron entonces que el paraíso carecía de palmeras; de arena blanca y de aguas color turquesa. El destino soñado no era otro que aquel abrazo, ese que les permitiría no pasar nunca más miedo, ni hambre ni penas. 

A mi hija, por valiente. Por abrazarme entonces. 

Marta Salas

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